martes, 23 de abril de 2013

¿Miedos?

El ruido me invadía la cabeza, me vibraban los músculos, me crujían las vértebras... Los pinchazos al que mi cuerpo era sometido, no hacían sino debilitar cada una de mis extremidades, como caían mis brazos, como mis piernas resistían, pero como cuando mis pies eran torturados de esa manera, mi cuerpo quedaba postrado por completo hasta sentir el dolor en el suelo. 
Empezaba a incrementarse mis miedos, todo cuanto llegaba del exterior de mi ser significaba peligro. Pero ahí estaba ella, ahí estaba aquella brizna que, en un principio, yo no quería aceptar; aunque su dolor y sus mismas preocupaciones me hicieron darme cuenta que lo que me estaba pidiendo era ayuda.
Éramos una... sí; ambas briznas nos convertimos en una. Ambas sufríamos, ambas estábamos doloridas. Pero conforme su llanto crecía, el mío, y mi miedo, iban disminuyendo. Me convertí en su protectora, prefería sufrir yo antes de que ella pasara por más tormento. Me rodeaba, golpeaba, arañaba a cualquier ser que pudiera dañarla, pero, sobre todo, la abrazaba.
Cuando comenzaron a intentar separarnos, la necesidad de permanecer unidas, el dolor y la desesperación que sentían nuestros filamentos se transformaban en gritos, en apretones y en arañazos.
Lo consiguieron, nos rompieron. Pero solo físicamente, porque nuestras almas seguían juntas. Y es por ello, que cuando lo externo dejó de castigarnos, nuestras respiraciones se buscaron, se buscaron... y se encontraron. Hasta quedar totalmente fundidas en un abrazo. 
Quiero que sepas, que aunque tu raíz ya no esté contigo físicamente, siempre estará en tu corazón. Y que cuando te falte un abrazo, ahí estaré yo. Obviamente no es lo mismo, pero tú eres mi brizna. 
Ha sido una de las mejores experiencias de toda mi vida, una que jamás olvidaré. Y la he pasado a tu lado. Gracias.  

Domingo Campos Migueles