lunes, 3 de octubre de 2011

Una larga espera

¿Qué por qué lo hice? Pues verá; yo me había citado a las siete y cuarto en la esquina de Venustiano Carranza y San Juan de Letrán, y hacía un frío de narices. No soy de esas mujeres absurdas que adoran el reloj, reverenciándolo como una deidad inalterable. Comprendo que el tiempo es elástico, y que cuando le dicen a una a las siete y cuarto, lo mismo da que sean las siete y media.

Tengo un criterio amplio para todas las cosas, siempre he sido una mujer muy tolerante; una liberal de la buena escuela, pero hay cosas que no se pueden aguantar por muy liberal que uno sea. Que yo sea puntual a las citas, no obliga a lo demás, sino hasta cierto punto; pero usted reconocerá conmigo que ese punto existe.

Ya le dije que hacía un frío espantoso. Y aquella puta esquina estaba abierta a los cuatro vientos.

Las siete y media, las ocho menos veinte, las ocho menos diez, las ocho. Es natural que se pregunte porque no lo dejé plantado. La cosa es muy sencilla; yo soy respetuosa de mi palabra, un poco chapada a la antigua si usted quiere, pero cuando digo una cosa, la cumplo.

Héctor me había citado a las siete y cuarto; las ocho y veinte. Las ocho y veinticinco, las ocho y media; y Héctor sin venir. Yo estaba positivamente helada: me dolían los pies, me dolían las manos, me dolía el pecho, me dolía el pelo, la verdad es que si hubiese llevado mi abrigo café, lo más probable es que no hubiera sucedido nada. Pero eso son las cosas del destino, y le aseguro que a las tres de la tarde, hora en que salí de casa, nadie podía suponer que se levantara aquel viento.

Las nueve menos veinticinco, las nueve menos veinte, las nueve menos cuarto. Transito amoratada.

Llegó a las nueve menos diez; tranquilo, sonriente y satisfecho con su grueso abrigo gris y sus guantes forrados; y me dice: ¡HOLA GUAPA! Así, sin más. No lo pude remediar: lo empujé bajo el tren que pasaba.

Crímenes ejemplares. Max Aub