lunes, 1 de agosto de 2011

Agárrate a la vida

La línea entre el amor y el odio, entre la felicidad y la tristeza, y entre la vida y la muerte es tan fina como un sedal. Esta tarde, fui a la playa. Nada más llegar, comencé a caminar por la orilla de la suave arena gaditana. El agua casi cristalina; el sol brillando entre algunas nubes; pero el mar, hoy estaba nervioso y alborotado, con un gran oleaje. Yo caminaba y caminaba, quería llegar al final de Atlanterra. Mientras, yo veía a la gente reír y divertirse, jugar con sus hijos, pasear de la mano con su pareja, hacer fotografías a sus seres queridos. Yo sonreía, únicamente, viendo esos pequeños, y a la vez grandes, placeres de la vida. Hubo un momento que a una niña se le cayó su pelota en la orilla. El mar la expulsó hasta la arena, la niña la buscaba entre el agua, pero no la encontraba. Yo la cogí y se la entregué, la pequeña corrió feliz hacia su papá. Le miré, y me correspondió con una sonrisa. Me sentí a gusto conmigo mismo. Seguí caminando hasta ver el ocaso de aquella playa. Pasé unas rocas a los pies de un acantilado, y me encontré con una familia con la que intercambié unas divertidas palabras. Allí, estuve unos minutos viendo el atardecer y contemplando la tranquilad de los bañistas, ello me hacía feliz.
Decidí que era hora de volver a casa. Me puse en marcha. A lo lejos, divisé un gran grupo de personas. Todos rodeaban algo que les causaba curiosidad y preocupación, presagié lo peor. Al llegar, vi a un hombre tumbado sobre una tabla de surf en la arena, tres o cuatro personas se turnaban mientras le realizaban un masaje cardiovascular, el rostro de los allí presentes me transmitía miedo y desesperanza, me puse a media distancia y esperé. Los servicios de emergencia no venían, el hombre seguía postrado en la tabla mientras el desaliento de toda la gente estaba latente.
Creo que nunca olvidaré lo que pasó aquella tarde de agosto en aquella playa gaditana. La ambulancia por fin llegó, se podía ver a lo lejos. Niños y mayores salieron corriendo para avisar a los servicios de emergencia dónde se encontraba el bañista. Ver como colaboraban con el equipo de auxilio, llevándoles la botella de oxígeno, el desfibrilador y diferentes materiales sanitarios, me hizo sentir la unión que existe entre las personas cuando uno de nosotros lo necesita. Mientras el médico y los enfermeros intentaban reanimar a aquel hombre, yo lo miraba y pensaba con la esperanza de que me oyese: “Agárrate a la vida”, lo repetía una y otra vez, pero él nunca me oyó. Vi al médico negar con su cabeza la vida de aquel hombre, todos se apartaron, vi su rostro pálido y manchado de sangre. Su hija se derrumbó ante él abrazándole y besándole. No había caricias ni palabras que la pudieran consolar. Aquel llanto, siempre vivirá en mí.
Domingo Campos Migueles